Siempre recuerdo el primero de nuestros encuentros nocturnos como el refugio donde nos guarecimos del resto de nuestras vidas. Era madrugada cuando escuché cerrarse la puerta de la calle, salí de mi cama y me colé como una sombra en tu habitación, donde estaba la cama descubierta. Esperándome. Allí encontré el calor donde la noche fría no podía penetrar y tú, madre, un hombre al que abrazar por amor. Lloramos siendo conscientes de que unas horas después todo volvería a ser como siempre. Y soñamos con la libertad que nos prometimos. Por la mañana, los primeros rayos de Sol nos encontraron dormidos, lejos de allí. El olor a coñac nos advirtió de que ya era tarde para escapar. Los gritos nos despertaron asustándonos, con la imagen de la vergüenza frente a nosotros. Antepusiste tu cuerpo, y tu alma si te hubieran dejado, ante las amenazas de papá. Aún soy capaz de sentir tu mano sobre mi cabeza, apretándome contra ti mientras con la otra sujetabas su pecho e intentabas calmar su furia. Como temblaba tu cuerpo y, a pesar de ello, era tan firme… mi ángel de la guarda. Al final acabaste pagando, por ambos, la osadía de incumplir sus malditas normas. Luego me buscaste, en otro momento del día, con la cara amoratada y me dijiste al oído, «Gabriel, esta noche tendremos más cuidado», refrendando tu carácter rebelde, ese que tantos golpes te costó…
El panorama es desolador: la lámpara está arrancada del techo, hay cristales rotos en el suelo, una de las puertas del armario descolgada y sentado sobre la cama de matrimonio, mi padre. Está vestido con el mono de trabajo y tiene un aspecto tranquilo y sosegado, como si todo el destrozo que lo rodea fuese parte de la decoración habitual de la habitación. Me coloco frente a él, apoyándome en la pared. —Al final, la has cagado bien. No contesta. Se limita a encogerse de hombros, como queriendo quitarle importancia a mis palabras. Su silencio acrecienta el desasosiego que ha ido naciendo en mi interior mientras llegaba hasta allí. Un ligero aroma a flor de lis, de uno de los perfumes que hay derramados sobre el sinfonier, me traslada al regazo de mi madre, a sus palabras para que el veneno de él no corriera por mis venas, a pesar de todo. «Gabriel, enséñame a sonreír», y yo, con lágrimas en los ojos, sonreía para que ella también lo hiciera. A continuación, me llenaba la vida con uno de sus maravillosos abrazos y la cara, de besos. Y entonces, la rabia desaparecía dejándola sin espacio en mi interior. Carraspea un poco y levanta la vista hacia mí. —¿Cómo está tu madre? —Tú sabrás lo que le has hecho —aunque el cuerpo me pide terminar la frase con un «hijoputa», me muerdo la lengua, por ella—. Se levanta de la cama y empieza a ir de un lado a otro de la habitación con cierto nerviosismo. —Hoy he tenido un día jodido en el taller, un par de capullos de mierda querían ponerme una reclamación. —Y claro, mamá ha tenido la culpa —digo con ironía, pero serio. —¡No, coño! Pero cuando he llegado la comida estaba sin hacer. Sabe que me jode llegar y que no esté la mesa puesta. Cierro los ojos unos segundos y me siento morir por no haberle sacado antes de allí. Por haberle hecho caso cuando me decía que esa era su casa y no tenía por qué irse. Que ella sabría cómo sostener la situación. Por no denunciarlo: «Gabriel, es tu padre». —Últimamente, tu madre va con unas mujeres que no hacen más que llenarle la cabeza de pájaros. Que si quiere ir a tomar café con ellas, que si quiere ir de excursión fuera de aquí, que si quiere sacarse el graduado escolar, ¡a estas alturas! Lo miro asqueado y cuando voy a contestarle me interrumpe. —¡Esas putas son las que tienen la culpa! Ahora tiene la cara descompuesta y la respiración acelerada. Mi niño interior empieza a sentir pavor y eso hace que el hombre que soy hoy se ponga nervioso. No puedo remediarlo pero cuando se pone así aún es capaz de hacerme temblar las piernas. Evito el contacto visual directo y dirijo la mirada hacia la única fotografía que queda en pie en la mesita de noche de mi madre. Una en la que debe tener unos treinta años y aparece subida en una Vespa. Tiene un pañuelo en la cabeza y la veo muy guapa. Está sonriendo tal y como yo le enseñaba. Pienso en su cumplimiento por mantener un matrimonio horrible de los de entonces y en la fortaleza de todos estos años por tener que aguantar a este cabrón. En que ahora lo valiente es huir de ahí, en dejarlo tirado como una mierda, pudriéndose, solo. Que no tendría por qué sufrir más. —Mamá, no va a volver contigo —digo, a la vez que clavo mis ojos en sus ojos. —Eso ya lo veremos -contesta, en tono amenazante. —Me llevo conmigo a la mujer que no quisiste tener y te has perdido. Me doy la vuelta y salgo de la habitación mientras a mis espalda se escuchan insultos. Cuando me cruzo con la pareja de policías, que estaban esperando en el salón, les hago un gesto para indicarles que ya pueden pasar. Casi sin voz, les doy las gracias y me marcho. Dentro de la habitación del hospital, me siento al lado de la cama de mi madre y me quedo mirándola. Aún con las vendas y los moratones me parece bella. Al poco rato se despierta y le cuento el encuentro con mi padre. Percibe como me tiemblan los labios de rabia y me pide que me acerque más. —Mi niño Gabriel, enséñame a sonreír. Y yo le sonrío. Y los dos sonreímos, como entonces. Y la rabia, desaparece.
Juan Manuel Orberá
Informático de profesión y escritor de corazón, he participado en varios certámenes literarios de relatos, obteniendo buenos resultados, que me han servido para ir creciendo y mejorando en mi proceso de escritura.
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