“Mucho cuidado con el escalón mordido de la entrada, siempre tropiezas”, se dijo entre dientes.

 

A tres metros de la puerta estaba Gerardo, un armario ropero con jersey habitado por un ecosistema de bolas y  propietario de una enorme andorga hecha para el whisky con agua. Era de las pocas personas en el universo que aún fumaba Ideales. El taburete tenía la forma de su pandero.

 

Aquello estaba poseído por un enorme collage que cubría todo el paño del local. Una inmensa pared de tres por diez salpicada de fotografías y trozos de historietas, noticias absurdas de periódicos y portadas de discos.

 

Un antro lleno de rotos. Losas rotas, espejos rotos, sillas cojas, mesas astilladas, almas podridas. Pero allí trabajaba ella, un ángel perdido, un atolón precioso flotando en el centro de un mar de mierda.

 

Daba igual que la máquina del café estuviera oxidada y que el café fuera a granel, si ella te lo servía aquel mejunje sabía a gloria.

 

Tenían un pacto silencioso entre las dos: un poema por día. Un poema que ella escribiría y dejaría doblado en uno de los recovecos secretos de la barra junto a la máquina del tabaco.

 

El poemario tenía dos lecturas, por orden alfabético y por numeración. Del uno al cien era una historia. De la A a la Z otra muy distinta. Todo esto lo desconocía la destinataria, concentrada en gastar su juventud y sus ojos azules. Todo por aquella cohorte de cretinos que al cuarto chupito perdían la compostura, los papeles, la hora y la fecha en el calendario.

 

Enedino, un fantasma que no levantaba dos palmos del suelo, estaba recogido por el dueño, un italiano santurrón que sólo se limitaba a contar cascos de cerveza para hacer los cálculos a ojo de buen cubero. Por la noche, cuando la clientela estaba a punto de morir, cogía sus ejemplares del mondo sonoro y los extendía sobre un par de mesas para hacerse una cama. Allí la dormía, allí la vivía, la curda y la muerte.

 

Nadie sabía que bajo la barra, entre los huecos de escayola y cristal esmerilado, se estaba fraguando una historia de amor. Cien poemas, todavía ochenta y cuatro, que una vez leídos destrozarían el corazón de la amada, poco dada a la lectura y al platonismo en cualquiera de sus manifestaciones.

 

“Nadie te ha soñado como yo”, pensaba Aurora mirando discreta e intensamente a su musa, que trajinaba con la lejía y espantaba el humo del lavavajillas. “Caerás a mis pies” , porque quería imaginar un amor esclavo y atormentado, bañado en alcohol y destinado al sopor del opio, gota tras gota de laúdano.

 

A veces, entre verso y verso, casi todos desafortunados, entraba la guripa para abrir las fosas nasales. La culpa de todos los males del mundo siempre la tiene la grifa que fuman los chavales de la escuela de artes, que siempre escondían entre las rastas.

 

Y así pasaban los días hasta que el poemario iba llegando a la centena. Gerardo, Enedino, el Italiano, los chavales de la escuela de artes y los ejecutivos panzones que iban a meterse farla en los cuartos de baño. Sonaba Morphine y Led Zeppelin, como si el tiempo se hubiera detenido en una bruma de rock psicodélico.

 

“Mucho cuidado con el escalón mordido de la entrada, siempre tropiezas”, se dijo el día que hacía cien sin reparar en el enorme cartel que colgaba en la verja de hierro: “se traspasa”.

 

El Italiano había puesto tierra de por medio, Enedino y Gerardo, seguramente, se turnaban bajo el puente para embaucar a las ratas, y la rubia de ojos azules, con toda su rabiosa juventud, ya navegaba otros cauces de bayeta y mala vida.

 

Noventa y nueve poemas de amor doblados, ocultos.

 

Lengua azul cieno…

La luna en la noche

se enrosca a tu sed…

 

Gota de agua

sobre el haz de la hoja…

cayendo en la aurora.

 

Noventa y nueve poemas de amor perdidos.

 

Se amaban, o al menos ella a ella en secreto. En su afán le devolvían al sol con la risa la prestada luz, aquí o allí, donde estuvieran, en cualquier sitio en donde habitar fuese para ellas poner la piedra del primer amor por primera vez sobre el mundo. Quedaron solas, enlazadas, para hacer del pasado foto fija, y del presente memoria.

 

“Ambiciona mucho, espera poco, y no pidas nada”, decía Proust.

 

La pudo imaginar siendo anciana, oliendo a sudor en la habitación, a rancio, a tabaco, a lentitud, a libros. Pudo imaginar que sólo salía de la habitación para comer un poco y observar el juego de los críos a través de la sucia ventana al ritmo de la luz, una última mirada vidriosa, un último tiento a la vida sin escritura.

 

“No pienses en ella, Aurora, el mejor de los días caerá como un plomo ante tus ojos por la calle. Se habrá casado, y tendrá panza de embarazada, sus ojos se habrán replegado, vivirán en el fondo de su rostro. Nada sabrá de ti, sólo eres una voz torpe que ha gritado sin demasiado ahínco”.

 

“Se traspasa”, leyó. El corazón también se traspasa.

 

Las letras acabarán en la basura, o serán pasto de las polillas.

 

Escribimos en el valle, y gritamos para obtener una respuesta que ya conocemos, Nuestra propia voz devuelta desde muy lejos. Escribimos para no sentir la soledad, para borrar nuestra otra vida.

 

Al terminar la página cerramos el telón sobre el pensamiento, el sentimiento, la idea. Al terminar la página hemos derruido o renovado algo que ya tenía su cuna en el mundo o en la imaginación. Ese es el tour de force del escritor con la vida, su valentía frente al conocimiento.

 

Enedino hizo su cama sobre aquellas palabras, y Gerardo se las fumó con los chavales de la escuela de artes. El italiano contó todos los caracteres y no le salieron las cuentas. Aquel antro, con los años, sigue soportando el cartel de “se traspasa”.

 

“Quién quiere”, se dice ahora, los sueños de otro.

Volaré en azul una y otra vez, procurando evitar el escalón mordido de la entrada.

 

 

 

 

Fernando Labordeta

Fernando Labordeta Blanco.

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