Si mal no recuerdo el primer coche que tuvo mi padre fue un seat 127 de color blanco. La industria española del automóvil no se permitía por aquellos tiempos demasiados lujos asiáticos. Pensar que el utilitario pudiera tener cinco marchas nos situaba un peldaño por encima de los picapiedra en la escala evolutiva.

 

Papá, que siempre iba el primero por la carretera, y no porque fuera el más rápido, sino por la cola de coches que arrastraba por su pachorra ancestral, siempre nos decía: “este cacharro es carne de perro, nos va a durar toda la vida”.

 

Recuerdo también con memoria reptiliana la nacional 340, una carretera que conectaba media españa con la otra media, una carretera que recibía el terrible apodo de “carretera de la muerte” probablemente por su horrible trazado, y también por las naúseas que nos provocaba a mi hermana y a mí, ambos muy pequeños.

 

Todo se servía en bandeja para que así fuera. Papá era rebasado por los ciclistas en aquella carretera de montaña que bordeaba la costa y nos conducía desde Almería hasta Algeciras en la friolera de ocho horas.

 

Chiclida para masticar, cintas de Arévalo, Eugenio, Paco Gandía, Los Pecos, Dyango, un rascayu iterativo, salmódico, premonitorio. Y los mareos a cuarenta por hora.

 

Mamá, para redondear la faena, casi siempre a la altura de Motril, solía comunicarnos su pesar estrella: “Fernando, vuelve, creo que me he dejado el gas encendido, a ver si va a salir la casa por los aires, quién sabe, una chispa, no me fío, haz el favor de dar la vuelta”.

 

Y entonces todo saltaba por los aires.

 

Papá: “Pues el coche no puede ir más rápido, vamos cuesta arriba”

 

Mamá: “Fernando, por el amor de dios, he visto cabras más veloces”

 

Papá: “Haberte sacado tú el carnet”

 

Mamá: “Tampoco es que hayas hecho una proeza, a la quinta, Fernando, a la quinta”

 

Y así hasta que Motril quedaba muy lejos en el horizonte de la luna trasera a través de la que yo miraba hipermétrope contando las líneas discontinuas de la carretera, táctica que me servía para contrarrestar la angustia vital de circular por aquella vía cien veces alquitranada.

 

El 127 que iba a durar toda nuestra existencia de familia pequeñoburguesa no llegó a los siete años.

 

Y un buen día vimos el folleto en la mesa del salón.

 

“Renault 12 especial. Turismo de segunda clase. Con cuatro ruedas de 155 por 330. Un metro y 616 mm de anchura, y cuatro metros y 337 mm de largo”.

 

Era un acorazado. Menuda eslora. Y lo más importante, el color era verde militar, lo cual nos camuflaba de las maniobras automovilísticas de mi padre, tan acostumbrado a silbar la marcha de los granaderos mientras conducía a velocidad de híperespacio.

 

Yo ya me veía como el amo de la carretera con nuestro flamante Renault, un coche Francés, que no Español. La industria que había procurado Paco el ranas para el país: “Coches con carne de perro pero feos como ellos solos”.

 

El Renault era bonito y daban ganas de enseñorearlo. Tenía un maletero mucho más amplio, y a mamá se le dibujaba en la cara la palabra “picnic” todos los fines de semana.

 

“Ya veréis, el sábado nos vamos a San José, aunque me ha dicho Trini que la Cala de los Muertos es preciosa… o podemos ir a Mónsul, a Genoveses… y quién sabe, si tu padre se anima y salimos a las ocho de la mañana, podemos estar clavando la sombrilla en la playa de Mojácar a las once”.

 

A Fernando el bigotes le daba igual, pues era poseedor de una máquina francesa que limpiaba con mimo todos los sábados a primera hora de la mañana.

 

“Niño, dale bien con la manguera por los bajos y las ruedas”. Mi hermana, subida a una pequeña escalerita, enjabonaba la parte superior.

 

“Ya están las tortillas y los san jacobos”, decía mamá con aquella voz hermosa. Mamá era muy bella, parecía tener un halo alrededor, como aquellos ángeles de Murillo que nos atrapaban en el museo de El Prado.

 

Una buena mañana de 1983 emprendimos el viaje hacia las playas. Yo tenía once años, mi hermana acababa de cumplir los trece.

 

Queríamos ver desde el mirador el arrecife de las sirenas, el nombre nos comunicaba un misterio que cortaba el aliento.

 

No he vuelto.

 

En sueños se me aparece un ascenso al cadalso, lento, como siempre que papá gobernaba el volante. El gas, las curvas, una discusión, un volantazo.

 

Derribamos el quitamiedos. Pude ver, a través de la luna trasera, las fiambreras volando, una gaviota cazando al vuelo uno de los filetes empanados.

 

El maletero crujió, vomitó todas sus tripas. Las puertas se abrieron  y quedamos colgados como títeres, suspendidos sobre el abismo con los cintos de seguridad como corbatas. El panorama del vértigo más irreal y fascinante que recuerda mi pánico.

 

Nos rescataron.

 

La última imagen que puedo dibujar es la de la matrícula: AL – 9274 -B.

 

Mamá volvió a cantar.  Papá compró más coches.

 

Ahora sumerjo la cabeza en libros mientras viajo, otra manera de vencer al mareo. Siempre seré copiloto.

 

De vez en cuando miro por las ventanas y creo ser pasajero de aquel coche.

 

Un turismo de segunda clase  al fin y al cabo.       

 

 

Fernando Labordeta

Fernando Labordeta Blanco.

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