Rescate de un náufrago

Tras seis años trabajando para Island Enterprise S.A. me concedieron una semana de vacaciones. No fue algo heroico. No entré en el despacho de mi jefe por la fuerza y pegué un puñetazo sobre la mesa exigiendo ese derecho. No, fue a traición.
Como siempre que llegaba la temporada de verano, escribí un correo electrónico al Sr. Gordon solicitando la primera quincena de agosto para poder disfrutar de un, a mi entender, merecido descanso. Lo hacía con mucho cuidado, teniendo muy en cuenta las reglas de cortesía, sin extenderme demasiado para no caer en la demagogia, pero tampoco siendo escueto para no causar ambigüedad con mis palabras.
Esta vez no lo borré de inmediato, como acostumbraba hacer. Me quedé leyéndolo, una y otra vez, mientras acariciaba la tecla de suprimir con el dedo índice. Fue Jane Arch quien pulsó la tecla enter adelantándose a mi cobarde osadía de tener delante algo que hasta entonces nunca me había atrevido a enviar.
“Su mail se ha enviado”, apareció durante unos segundos en la pantalla del ordenador para luego desaparecer, así como quería que pasara con mi presencia en aquellos momentos.
Miré a mi compañera con una mezcla de odio y envidia. 
—Ya me lo agradecerás, Al —dijo, Jane, antes de irse entre risas. Llevaba un año en la empresa y era la única que se permitía el lujo de llamarme así. En realidad, era la única que se atrevía a hacer lo que le daba la gana. 
Pasé dos días de verdadera angustia esperando una invitación del Sr. Gordon a su despacho para darme una patada en mis diminutas posaderas. Sin embargo, recibí un mensaje con una respuesta escueta y directa: “Como quiera”. 
Las piernas se me aflojaron y un sudor frío comenzó a resbalar por mi cara. ¿Qué habría querido decir el Sr. Gordon con aquella frase
Era la típica respuesta trampa, pues no sabía si lo que quería yo era lo que quería él.
Tras tres rondas de pintas en “Beards and Boards”, pubs donde íbamos tras el trabajo, los chicos decidieron que debía tomarme esos días libres ya que el jefe lo había dejado a mi elección. Bueno, al parecer, a la de ellos.
Así que facilité mis datos bancarios a Max Brown, mi mejor amigo en la oficina, y éste contrató un crucero por el océano Atlántico con la compañía White Star Line de la que tenía muy buenas referencias.
Días más tarde, sentado en la cama, con la maleta abierta y el pasaje sobre esta, comencé a hacer un repaso mental de todos los preparativos hechos para el viaje.
Memoricé el mapa del barco, incidiendo con atención en la señalización de “abandono de buque”, junto con la situación de las balsas y botes salvavidas; recibí un curso de primeros auxilios donde me enseñaran desde parar una hemorragia a colocarme una articulación dislocada; unas clases intensivas de natación en un club del centro de Southampton, desde que conseguí mi diploma de tritón, a los nueve años de edad, no había nadado en ningún otro medio con más profundidad que la bañera de mi piso.
En la maleta tenía un neceser de aseo, varias barritas energéticas, una navaja suiza, un paquete de pastillas potabilizadoras de agua, un botiquín, una baliza led de emergencia, aparejos de pesca y el compendio de supervivencia británico por excelencia: “Robinson Crusoe”, también metí ropa ligera y de colores llamativos. 
Ya estaba listo para empezar mi particular odisea vacacional.

 
La cola para embarcar era larga y el sol se había empeñado en derretirnos allí mismo. El barco parecía engullirnos poco a poco cuando, desde la parte de atrás, empezó a escucharse un revuelo y a alguien gritando:
—¡Al!, ¡Al!
Era complicado por el calor, pero quedé helado al escuchar ese nombre. Solo me llamaba así…
—¿Jane?
—¡Hola, Al! No sabía donde estabas.
La gente empezó a protestar cuando ella se puso a mi lado. Entonces me agarró del cuello y, poniéndose de puntillas, me besó. No sé el tiempo que pasó pero el murmullo generalizado se fue apagando e incluso se escucharon algunos vítores.
—Pero…¿Cómo?¿Qué haces aquí?
Ella comenzó a reír y el sol a calentar menos. Tenía una sonrisa preciosa.
Terminó explicándome cómo había instado al Sr. Gordon a que me concediera las vacaciones, cómo había hablado con los chicos para que me empujaran a tomarlas y cómo mi “mejor amigo” Max había comprado un pasaje para el crucero en el que ella iba a ir este verano y que le había indicado unos días antes.
Aquella noche terminamos en mi camarote después de habernos bebido una botella de vino durante la cena. Hicimos el amor de una manera primitiva luchando por quién se llevaba más carne del otro entre los dientes. Nunca me había comportado así. Ella arañó mis omóplatos como si quisiera abrirme la espalda y yo reaccionando en una mezcla de placer y puro instinto de supervivencia sexual, le mordí en la parte baja de su cuello. Mi cuerpo se estremecía a la par que el de ella y eso acentuaba la excitación. El sexo se había convertido en una batalla por dar placer y por sentir como se le erizaba la piel al otro.
Lo había hecho otras veces pero no se parecía en nada a lo que había sucedido allí. Acabamos exhaustos y doloridos. Casi convalecientes.
Un par de horas después, me levanté de la cama. Ella estaba dormida. Cogí una de mis mochilas y salí del camarote. No sin antes volver la vista atrás y contemplar la belleza de las líneas de su cuerpo blanqueadas por la luna.
Ya en la cubierta, abrí la mochila y fui lanzando, una a uno, todos aquellos artículos que había llevado al viaje en caso de naufragio. Ya estaba a salvo.
Entre risas y aplausos, de los presentes, volví a mi camarote desnudo.

 

Juan Manuel Orbera

Juan Manuel Orberá

Informático de profesión y escritor de corazón, he participado en varios certámenes literarios de relatos, obteniendo buenos resultados, que me han servido para ir creciendo y mejorando en mi proceso de escritura.

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