El sábado será menos sábado, habrá empezado plomizo y aburrido; casi lunes. Por delante tendré un fin de semana de poco trasiego —o eso pensaré—, con un único aliciente: la final del mundial de fútbol de Rusia. Para colmo, no jugará España.

El timbre de la puerta lo pondrá todo en su sitio. No esperaré a nadie y me sorprenderé de que suene. Por la mirilla veré a un hombre bajito de traje gris y con gafas de sol. Un hormigueo me correteará por el cuerpo.

Abriré la puerta, el señor me saludará y se llamará Samuel. Será de la Real Federación Española de Fútbol, me entregará un sobre dorado con una invitación para ver la final en un local de dicho organismo. Tendrá prisa.

Miraré los datos y me percataré de que hay un error e intentaré decirselo. Él no me hará caso y añadirá que la invitación incluirá cerveza, copas y cena. Todo será gratis.

Reflexionaré y cambiaré el gesto de mi cara. Lo notará. Contestaré que sí, que bueno, que haré un esfuerzo.

Samuel se despedirá y me deseará suerte. No entenderé porqué y me despediré.

Sentiré un mezcla de miedo y curiosidad, me desprenderé del hastío de semanas anteriores y decidiré presentarme. El resto del sábado, me haré un sinfín de preguntas, algunas lógicas y otras no tanto, a las que solo se me ocurrirán respuestas inverosímiles.

Llegará el domingo. Delante de mí, estará el local que indicará la tarjeta. Un pequeño letrero, con su nombre: «EL BAR», me hará señales luminosas para que me acerque —o eso creeré yo—. No tendrá pinta de ser un club de alterne. Éste, hará honor a lo que parecerá: un simple bar.

Su interior no será muy distinto al de cualquier otro local —excepto por las personas que abarrotarán las mesas, todas vestirán con los colores, celeste y blanco, típicos de la selección argentina—. Tendrá una barra mediana por donde asomarán un par de camareros, tres máquinas tragaperras, un par de puertas, al fondo, con sendos carteles que las distinguirán en género y una gran pantalla donde se proyectará la final.

Uno de los camareros verá el sobre dorado en mi mano y se acercará a mí —las piernas empezarán a temblarme—. Me dará indicaciones para sentarme en una mesa que estará apartada del resto y de la que no me percataré hasta ese momento. Me deseará suerte.

Pediré una cerveza, para intentar calmar los nervios. En el centro de la mesa descubriré un pequeño teléfono móvil junto con un cuenco con frutos secos. Cogeré unos cuantos y me los meteré en la boca. Estarán rancios y los escupiré con disimulo.

Beberé tres vasos de cerveza más y empezará el partido. La silla me parecerá muy incómoda y me moveré mucho.

El local retumbará por los gritos y golpes que el personal dará sobre las mesas. El ruido será ensordecedor y apenas se escucharán los comentarios de los periodistas. El partido será entretenido. Poco a poco me animaré y soltaré un par de insultos que me integrará dentro del ambiente.

Terminará la primera parte y los equipos seguirán empatados. No así mi encuentro contra la sobriedad, a la que iré ganando por goleada, gracias a que empezaré a tomar cubatas.

La segunda parte comenzará dinámica, con los equipos en un toma y daca constante. Beberé más y me encontraré como una cuba. Los aficionados gritarán más aún y se pondrán agresivos. El bar se convertirá en un lugar peligroso.

Tras cinco minutos de descuento, llegará la prórroga. Yo, con tanto alcohol en el cuerpo, ya no sabré quién será de un equipo u otro. Habrá una acción, dentro del área argentina, en la que no se  señalará penalti y exaltará a los jugadores belgas. El árbitro consultará con el VAR, se meterá la mano en el pantalón, sacará un móvil y marcará un número.

El bar se convertirá en un cementerio. Todos estarán expectantes a las imágenes.

El móvil, que estará sobre mi mesa, sonará con la clásica melodía de la «Champions». Yo lo miraré, incrédulo. Uno de los camareros me instará, con gestos exagerados, a que lo coja. Nadie mirará hacía la pantalla, todos me mirarán a mí.

—¿Di…Diga? Rafael Undiano, al habla —diré, con toda la dignidad que el alcohol me permitirá.

—Undiano, ¿qué me dices? —me responderán, del otro lado.

—¿Qué… De qué? —contestaré.

—Venga, hombre, ¿qué si ha sido o no, penalti? —responderán, de nuevo.

—No sé…Pero, ¿quién me habla? —diré, inseguro.

—¿Cómo que quién te habla? Undiano, por Dios, ¿es qué no estás viendo la final del mundial? Mira la televisión… ¡Al árbitrol! —gritará, mi interlocutor.

Desde el centro del campo, el colegiado saludará con la manos, ridículamente, a las cámaras. Los aficionados argentinos oscilarán sus cabezas entre la pantalla y mi persona, como en un partido de tenis. Relacionarán ambas llamadas. Un murmullo recorrerá la sala.

Revisaré nervioso la repetición y advertiré el penalti.

—Oiga, creo que sí ha sido —le afirmaré, al colegiado.

—¡Rafa, no me jodas! Estoy en la final de un mundial, en el descuento, esto es para la historia, ¿estás COMPLETAMENTE seguro? —gritará el árbitro y recalcará «completamente».

Le confirmaré, una vez más, la pena máxima. Éste señalará el centro del área y pitará penalti. Se escucharán las primeras quejas.

«Rafa, de ésta sales con la cara caliente, por gilipollas», me diré, en voz baja.

—¡Hijo de mil putas…¡ !Petizo de mierda! ¡La reputa que te parió, andate a la concha de tu madre! —me insultarán.

Se levantarán de sus sillas y me rodearan. En el campo lanzarán el penalti.

—¡Goool! —gritarán, desde el televisor.

Despertaré en una ambulancia, dolorido. Lloraré y preferiré los sábados que serán menos sábados y más lunes. Odiaré «El BAR» y al VAR y a la madre que los parirá a todos.

Perderé, de nuevo, el conocimiento, pero antes, le contaré todo esto al enfermero y él me avisará a tiempo. Y yo no le abriré la puerta a nadie.

 

Juan Manuel Orbera

Juan Manuel Orberá

Informático de profesión y escritor de corazón, he participado en varios certámenes literarios de relatos, obteniendo buenos resultados, que me han servido para ir creciendo y mejorando en mi proceso de escritura.

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