«Ahí va la loca de los gatos», le chillan, los chiquillos del barrio y ella, remolino, les escupe sapos y culebras, manoteando al aire su disgusto y pisando con fuerza su arrebato.
Espanto a los niños y me acerco con cuidado, despacio.
—Hola, Lola, ¿dónde vas? —le pregunto.
—A dar de comer a mis gatos —me contesta, siguiendo su itinerario.
Las estaciones no pasan por su armario, siempre va de invierno, con chaqueta sin mangas y calcetines largos, que el calor va acondicionado y el frío acalorado, terminando el atavío con unos botines muy bien atados.
Le dicen «la loca», porque siempre anda sola y no seguir al ganado, sin saber que la vida le soltó de la mano. Y «de los gatos» porque son como sus hijos, los atiende a cientos y a ninguno lo deja desamparado. Que no hay esquina sin agua y sin plato lleno.
Le sigo por las sinuosas calles del centro, curioso de su labor, a una distancia prudencial para no ser descubierto. Más tarde, entra en una casa, por un marco, que no tiene puerta. Me siento en el tranco, observando atento como sus gatos la visten de manto, quedándose ella sin manos para tantas caricias, ni boca para tantos besos.
«¿Para qué quiere un hombre que la ame si tiene a todos estos?», pienso.
Se tumba en un colchón, sin taparse del tiempo y empieza a contar las estrellas que se le van colando por un agujero. Alargo la mirada y sólo veo espacios desiertos con marcas donde antes habitaban recuerdos.
—Lola, ¿Por qué no tienes puerta? —a decir, me atrevo.
—¿Otra vez tú, hijo mío? —contesta—. No temo perder lo que no tengo.
—¿Cómo puedes vivir así? —me emociono diciendo.
—¿Y tú? Con tus cerrojos y tus miedos. ¿Eres más libre teniendo por casa un encierro, que yo que es un campo abierto?
—Pero Lola… —intento decir, quebrándoseme el verbo.
Ella se acerca, me toma de la barbilla y da aire a mi desaliento.
—Chiquillo, no te apures, este lugar es pañuelo de mis desconsuelos y estos gatos los hijos que no tengo. No estés triste, que yo no lo estoy, aunque no te niego que me vendrían muy bien un par de obreros —me dice, señalando el techo.
Con los ojos empapados en llanto, salgo de la casa, dispuesto.
—¡Vecinos! ¡Vecinas! — voceo.
La gente, ante los gritos salen, de sus conchas y recovecos, para ver qué está ocurriendo.
—¡Chaval!, ¿Qué te pasa? ¿Qué es este jaleo? —replica, uno de ellos.
—Esta mujer necesita ayuda, ¿no habéis visto en qué condiciones está viviendo?
—¡Déjala! ¡Es una enferma mental! —les dice el resto.
—¡No más enferma que tú, que yo y que aquel, si permitimos esto!
Los vecinos dejan de hablar. Se produce un falso silencio. Sólo se escucha el tímido cuchicheo de los remordimientos.
—¡Ayudemos a la Lola! ¿Qué somos? ¿Animales? —exclaman al término.
—Ojalá —susurra ella, riendo.
Y allí se quedó la Lola, rodeada de promesas y gestos sinceros, esperando que a la mañana siguiente, cuando despertase, su casa y sus gatos fuesen parte del resto.
Juan Manuel Orberá
Informático de profesión y escritor de corazón, he participado en varios certámenes literarios de relatos, obteniendo buenos resultados, que me han servido para ir creciendo y mejorando en mi proceso de escritura.
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