Los primeros aplausos empezaron a colarse en el silencio de su dormitorio: eran las ocho. Hacía semanas que había abandonado su reloj de pulsera en algún cajón y la algarabía que se formaba por la tarde, junto con el aullido electrónico del despertador verde, que tenía sobre la mesita de noche, eran las dos únicas señales que mantenían su ciclo vital en línea recta.
Marco salió de la ducha. Había sido una ducha minuciosa, casi milimétrica, en momentos compulsiva (se habría arrancado la piel y las uñas si hubiera podido). Desde que empezó todo cuando abandonaba el hospital se sentía como un apestado. Necesitaba llegar rápido a su casa para despojarse de tanta adversidad y así recobrar algo de espíritu.
Después de secarse con la toalla y ponerse ropa interior limpia, se tumbó sobre la cama con los brazos cruzadas sobre el estómago y dejó que su mirada se perdiera entre los colores del mosaico que decoraba la lámpara del techo. Tenía entumecido el cuerpo y le dolía la cabeza, también le escocían los ojos por la gafas de protección que pudo encontrar entre el material improvisado que algunos vecinos habían donado al hospital.
Fuera, la gente aún seguía aplaudiendo. Deseaba dormir, estaba muy cansado.
«Vamos, Marco», dijo, para sí mismo. Realizó un cuenta atrás mental y se incorporó dando un tirón a su cuerpo. Mientras se acercaba a la ventana, el nombre de una paciente le golpeó la memoria proyectando su imagen: Amelia García.
Durante las semanas de la pandemia, a Marco le había costado no empatizar con los pacientes. Era raro el día que no se “llevara” alguno a casa. Siempre había un gesto, una cara, unas lágrimas o una despedida que le mordían el alma.
Su garganta se cerró con fuerza y el estómago se le encogió. Le costaba coger aire y una sensación de desazón le recorría las piernas. Casi a punto de derrumbarse, se agarró al marco de la ventana de la habitación y pudo sacar la cabeza a través de ella. Las lágrimas se le escapaban a pesar de tener apretados los párpados y el aire del exterior las enfriaba mientras resbalaban por sus mejillas.
Los aplausos se mantenían aún.
Abrió los ojos y ya no hubo nada que retener. El escozor se hizo más intenso y aún con la visión borrosa pudo distinguir a los vecinos del bloque opuesto al suyo, en sus terrazas.
El llanto acompasó su garganta de forma brusca y el oxígeno entró a golpes en sus pulmones.
Las imágenes de Amelia empezaron a derramarse en su cabeza mezcladas con la emoción del momento: su entrada en la UCI, con la fortaleza de la que ha superado una guerra y la resistencia de haber vivido en la época en la que el hambre se comía con las manos; las palabras con su marido, Andrés, antes de la sedación para poder intubarla; la dramática escena de la decisión del médico, cinco horas más tarde, a su “destete” de la ventilación mecánica para que otro paciente más joven usase su respirador, ante la saturación del hospital…
Apenas percibió que la gente se iba retirando de los balcones y volvían a su encierro.
Marco quedó en su ventana sin más espectadores que el silencio y su propia soledad.
No supo el tiempo que pasó hasta que después del llanto apareció la desesperación. Se apoderó de él, necesitaba una explicación. Necesitaba que alguien le dijera que todo aquello tenía un sentido, aunque fuese un maquiavélico sentido en el que centrar su frustración y su rabia. Ese fue el sentimiento que consiguió energizar su cuerpo las siguientes doce horas.
Su teléfono comenzó a sonar. Un sentido de alarma equilibró su cuerpo, como si alguien le hubiera suministrado una dosis de adrenalina. Cogió el móvil, reconoció el número y mientras descolgaba pensó que la melodía no era muy apropiada y con una determinación extraña decidió que debería cambiarla en cuanto pudiera.
—Hola, Laura, dime.
—Hola, Marco. Necesitamos que vuelvas. Están empezando a llegar más enfermos y estamos llamando a todo el mundo.
—Vale, llegaré en veinte minutos.
—Lo siento…
—Es lo que toca ahora, no hay problema.
Después de despedirse, Marco comenzó a vestirse de manera automática, tenía la mente puesta en el hospital, en todo lo que había dejado allí y en lo que probablemente encontraría.
Antes de cerrar la puerta del apartamento, echó un vistazo general como si quisiera decirle a los muebles que pronto volvería. Cerró la puerta y echó la llave.
Al pasar por el rellano de los vecinos que vivían frente a él, creyó escuchar un par de golpes. Se detuvo y quedó clavado frente a la vivienda. Esperó un poco y de nuevo volvieron a sonar.
A los pocos segundos apareció un trozo de papel bajo la puerta. Marco se agachó y lo recogió. Después de leerlo acercó su cara a la mirilla y dijo:
-Mañana os traigo la compra ¿vale? Ahora tengo que doblar turno.
-Gracias, hijo.
Dobló el papel, se lo introdujo en el bolsillo pequeño del vaquero y después corrió escalera abajo hacía el hospital, a ponerse la bata que tantos años le había costado conseguir.
Juan Manuel Orberá
Informático de profesión y escritor de corazón, he participado en varios certámenes literarios de relatos, obteniendo buenos resultados, que me han servido para ir creciendo y mejorando en mi proceso de escritura.
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Pilar López
02/07/2020 en 4:56 PMMe ha encantado este relato. Debo decir que todo lo que he leído escrito por ti me ha gustado mucho. ¡Enhorabuena y a seguir compartiendo historias!
Juan Orberá
03/07/2020 en 12:25 AMMuchas gracias, Pilar. Me siento afortunado viniendo de una gran escritora como tú.