James fue a recoger a su hija a la casa de Josephine Stoudemire, sobre las seis de la tarde. Kate, la madre de la amiga, le contó, dramatizando la historia, que las niñas habían hecho «una gran ceremonia de invocación para que la diosa Lilith ascendiera a la Tierra desde lo más profundo del Inframundo». Él le respondió con un guiño cómplice, intentando no reirse. Esa fue la última vez que la vio con vida.
Padre e hija, no hablaron durante el camino de vuelta, a pesar de este por entablar una conversación trivial.
Cuando entraron en casa, Brook expresó su deseo de no cenar esa noche e irse a la cama. La niña subió las escaleras hacía el piso superior y se encerró en su habitación.
Él se encontraba cansado después de un día duro de trabajo y pensó que también se iría a dormir en cuanto recogiera un poco la casa y viera un capítulo de su serie favorita.
Cuando James apagó la luz de su dormitorio y se recostó sobre la cama, el carrión que tenía en el salón empezó a marcar la medianoche.
«Una, dos, tres…», empezó a contar.
Notó un leve soplo de aire sobre su oreja izquierda que hizo que el vello de su nuca se erizara.
«Cuatro, cinco, seis…», siguió con la cuenta, receloso.
Por un momento sintió como el otro lado de la cama parecía hundirse, como si alguien se estuviera tumbado a su lado.
«Siete, ocho, nueve…», la cuenta se había convertido automática en su cabeza.
Con los ojos muy abiertos buscaba una referencia visible en la que reposar su tranquilidad, pero una oscuridad densa se derramaba en ellos de manera asfixiante.
Su cabeza le estaba jugando una mala pasada, tenía la sensación de que alguien estaba a punto de tocarle. El antebrazo derecho le picaba, siempre lo hacía cuando se encontraba nervioso. Y en aquel momento el picor era insoportable.
«Diez, once, doce».
No aguantó más y pulsó el interruptor de la luz. Con los ojos doloridos por el destello repentino, apareció ante él su habitación, tal y como la había dejado minutos antes. Sin nada de lo que había podido pensar que allí estuviera acechándolo. Se sentó al borde de la cama, con la intención de incorporarse para ir al baño, cuando un nuevo ruido lo frenó.
«Trece», siguió, cuando el reloj dio una campanada más.
Pensó que, con los nervios, había llevado mal la cuenta, que aquello no era posible.
«Catorce, quince». El último ‘gong’ se había quedado flotando en el aire hasta que desvaneció.
De la incertidumbre de la oscuridad había pasado a la certeza de la luz y ya no sabía en cuál de las dos estaba más cómodo.
Un silencio enloquecedor se apoderó de la habitación. No se escuchaba nada, era como si el sonido no existiera a su alrededor.
Gotas de sudor frío le recorrieron la sien y sus manos empezaron a sufrir unos leves espasmos. Notó de nuevo el peso sobre el colchón. Volvieron a escucharse campanadas. Ya no llevaba la cuenta. No sabía en qué momento había dejado de contar. Quería girarse pero, por otro lado, esa turbación le atraía.
Un grito sobrecogedor proveniente de la habitación de Brook destripó sus oídos. No lo pensó, como un resorte, dió un salto hacia la puerta y salió a socorrer a su hija, no sin antes arrojar una mirada de reojo a sus espaldas.
Cuando entró en el cuarto de la niña, esta estaba incorporada sobre la cama, con las manos sobre la cara y temblando de una manera ostensible.
—Cariño, ¿estás bien? ¿Qué te ocurre? — gritó, mientras se acercaba a abrazarla.
—¡Papá, papá! ¡Un monstruo, un monstruo!
Intentó calmarla sujetándola fuerte sobre su pecho, a la vez que pensó en lo que había sentido hacía unos minutos en su habitación. Aún seguía alojado el miedo en su estómago.
—Tranquila, cielo, estoy contigo.
Mientras la acunaba fijó la vista en la puerta y tuvo la sensación extraña de que en cualquier momento alguien iba a aparecer.
Poco a poco, fueron calmándose con palabras cariñosas e intentó razonar con ella lo que había pasado.
—Cielo, ¿te encuentras ya mejor? —y, sin esperar respuesta, continuó— Todo ha sido una pesadilla. Ya pasó todo.
—No, papá. Hay un monstruo. Yo lo he visto —. Su hija volvió a temblar y a encogerse sobre sí misma.
James hizo entonces una pregunta directa y sencilla, de esas que nadie quiere que le respondan.
—Brook, ¿dónde está ese monstruo?
La niña se separó un poco de su pecho. Ya no temblaba. Una extraña sonrisa desfiguraba su cara.
—Está debajo de la cama —contestó, con voz ronca.
Él la dejó con suavidad sobre la cama y se agachó despacio en el suelo, con la intención de demostrar que allí debajo no encontraría nada. El carrión seguía sonando en la lejanía. El brazo le ardía y su respiración comenzó a acelerarse.
Con mucho cuidado, levantó la colcha que caía sobre el lateral. Estaba oscuro y no se veía nada. Encendió su reloj en modo linterna y metió el brazo para iluminar los bajos de la cama.
La luz mostró a una niña con la cara de Brook, desencajada por el terror y, agarrándole con fuerza la mano, le dijo con voz temblorosa:
—Papá, tengo miedo, hay un monstruo encima de mi cama.
Juan Manuel Orberá
Informático de profesión y escritor de corazón, he participado en varios certámenes literarios de relatos, obteniendo buenos resultados, que me han servido para ir creciendo y mejorando en mi proceso de escritura.
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