Las 7:40 de la mañana. Deslizo el dedo hacia la derecha en la pantalla del móvil, apenas han pasado unos segundos. Es una música de pajarillos predeterminada. El gato ya está en el otero de la mesa, en su esquina, mirándome fijamente. Quiere su sobre, una droga líquida del Mercadona que le compramos semanalmente para que, en teoría, no pierda tanto pelo por la casa. No funciona una mierda, tenemos pelo de gato hasta en el cielo de la boca. Lo devora en menos de treinta segundos con su lengua rasposa. Voy a mear casi a oscuras. Noche dura, ni recuerdo las cervezas, y el orín prolongado, una cascada anaranjada. Era tostada, la cerveza, creo, ya no recuerdo. Trago de agua y plátano, en ese orden, y luego un paracetamol. Preparo un té con leche. Tres partes de agua y una de leche. Té negro con dos cucharadas de panela rebosantes.

 

El té se acompaña de un cigarro. Calada y sorbo, sorbo y calada. Enciendo la televisión. Desde hace más de un año chorrea noticias sobre una pandemia que asola al mundo, y otras cosas deleznables sobre los políticos que gobiernan al resto de seres humanos deleznables. Todo se ha poblado de hijos de papá que quieren ser fascistas, y de hijos de papá que quieren ser comunistas. Han leído por ahí, los unos y los otros, que inoculando a la población de una buena ración de mentiras diarias podrán, el día de mañana, enarbolar nuevas banderas que sean un remedo de los viejos temores, de las viejas caries de la sociedad. Mientras pienso en estas cosas se me afloja el vientre. Una de las pocas realidades cotidianas a las que uno se puede asir sin temor: una bebida caliente en ayunas y un cigarro proporcionan el milagro orgánico de la defecación de una manera maquinal.

 

Miro mi gran obra y tiro de la cadena. Tiro de escobilla. Vuelvo a tirar de la cadena. Mis ratas están contentas. Las ratas que me tocan, siete por ser humano, las que viven bajo mis pies, en el subsuelo, están contentas. Alguien debe ocuparse de ellas. Las imagino en corrillo, en la alcantarilla, con sus servilletas anudadas al cuello dispuestas a darse un festín. Creo que rezan, dando gracias a dios por los alimentos que van a ingerir. El ciclo de la naturaleza no se cierra, se transforma. Y todo es energía, hasta la bahorrina, hasta el aire viciado que mil veces se respira y a otro ser sirve para que pueda respirar. Si el gato supiera lo que hay bajo nuestros pies y sus patitas dejaría de perseguir palomas a través del cristal. Una vez cazó a un murciélago despistado y estuvo dándole pataditas hasta que se cansó. Debió resultarle feo el espécimen, lo dejó intacto para que lo recogiéramos.

 

Me asomo a la terraza y veo una gran bola de fuego nacer de la nada. Es el trajín de ese dios que ha decidido matarnos de calor, otra vez, en junio. El cielo es tan hermoso, tan límpido, que no parece alumbrar a la raza a la que pertenezco, decidida, ya sea en la estación que sea, a perseguir la sombra, por unas u otras razones. Y sin embargo los niños caminan pletóricos hacia sus colegios, les queda muy poco para comenzar a exprimir el verano. Pronto descubrirán que no hacer nada, jugar, holgazanear todo el día, es el bien más preciado de esta vida. Jugar a no contar las horas porque el reloj importa un bledo. Alguno, lamentablemente, morirá imprudentemente en una piscina o en el mar mientras sus padres discuten sin freno por cosas tan importantes como el sexo de los ángeles. No previmos el azar, nadie lo hizo. La guadaña se lleva sin prisa pero sin pausa a las almas despreocupadas y tiernas.

 

Me quito el traje de dormir que en estas fechas siempre es lo más parecido al papel de fumar desgastado: una camiseta agujereada y unos calzoncillos vintage por los que siempre asoma un testículo vigilante. Busco al gato, aunque ya sé por dónde anda, mejor dicho, por dónde reposa: encima de la campana de acero inoxidable que hay sobre la vitrocerámica. Un lugar fresco sin duda. Levanto los muebles. Una lámpara sobre un sillón, el espejo de pared sobre otro sillón, las sillas sobre la mesa del comedor, el cesto de la ropa sobre la encimera. Hay que activar esa cosa llamada Roomba, encargada de demostrar, día tras otro, que los sobres del Mercadona no sirven para nada, y que el gato jamás será un gato egipcio, es decir, que nunca se quedará calvo. Y es droga, lo afirmo, pues duerme plácidamente hasta que un ruido, una visita del cartero o pisadas en el rellano le saquen de su letargo.

 

La ducha. El ser humano pasa como mínimo una hora al día en el cuarto de baño. Mear, cagar, ducharse, afeitarse, cortarse las uñas de los pies, depilarse los pelos del entrecejo o la nariz, mirar con desesperación las entradas despobladas en el espejo. El mismo ritual: cantar una canción ya desgastada bajo el chorro. Primero la cabeza, las orejas, la cara. Luego los alerones, el plexo, la entrepierna, los bajos, las piernas, los pies. Y secarse en el mismo orden como un autómata. Lavarse los dientes, el irrigador bucal y el colutorio. Quizás algo de crema para la almorrana, que te recuerda que estás sujeto a las bajas pasiones de todo lo picante. Apurando las décadas uno ejerce la autocompasión con risas sostenidas en si bemol mayor. Fregar el baño, y recoger con precisión milimétrica los pelos púbicos.

 

Ahora sí. Enciendo el ordenador. Miro el correo. Nada interesante, seguros de deceso y esas cosas. Pongo una suite de Bach. Me siento inmortal. Crujo mis dedos. Comienzo a trabajar. Ya no hay nadie en el mundo, salvo nosotros.

 

 

 

Fernando Labordeta

Fernando Labordeta Blanco.

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