De unos años hasta ahora, cada vez que Almodóvar estrena una película y la vemos (las vemos todas, como impelidos por una variente cinéfaga del transtorno obsesivo compulsivo), tenemos la incómoda sensación de estar asistiendo a una retrospectiva del encumbrado director, como si la historia de hoy fuera la de hace diez años, y nos hubiésemos colado de pesadillesco rondó en un ciclo consagrado a su obra. Esto quiere decir que el trabajo de este cineasta está dotado de una voz propia singular desde su primer título, claro es, pero también que constantemente recurre a los mismos temas, a las mismas obsesiones y autografismos, así que aparecen los créditos finales del gran Juan Gatti o por el estilo y tomamos un almax porque se nos repite el almuerzo, y está feo regoldar en público.
“Madres paralelas” son dos películas en una, o una sola a la que le ha salido un absceso que cobra vida, aunque una vida dolorosa, balbuceante y eugenésica. Almodóvar ha querido contar una historia de madres e hijas (y van…) en la que se cruza, como un motorista borracho o un atracador a la fuga, otro relato que se ocupa de la memoria histórica y la exhumación de los asesinados por el bando nacional durante la penúltima guerra civil española y la posterior purga homicida y victoriosa del régimen. El problema, y es un problema que reviste gravedad, es que se le corta el flan, no sabemos si porque se le ha cuajado el huevo o porque la leche estaba agria. Podemos albergar cierta compasión -sin entusiasmo- por el enrevesado drama que acucia a los dos personajes principales de la trama medular, pero luego el conflicto se resuelve de aquella manera y de forma elíptica con sus fundiditos a negro, y entonces se ocupa apresuradamente, a la ligera, del grave asunto de los represaliados matados y desaparecidos. Es una coyunda sin consumar, por lo tanto.
Admiramos plenamente a este autor, celebramos de veras sus éxitos extramuros (donde se aplaude su exotismo local sin reparar en otros pormenores), y recordamos con veneración algunas de sus películas, especialmente la primera hornada, pero los muelles del diván egopsiquiátrico donde escribe sus últimos guiones han cedido al peso del orondo director, quedando atrapado como uno de los infelices protagonistas de “Mi vida con 300 kilos”. Lo mejor de la función es Penélope Cruz y ver de nuevo en la pantalla grande a Aitana Sánchez-Gijón (otras actrices del reparto están incluso para darles una voz más alta que otra, y después la carta de despido). Sin embargo, el resto es grandilocuencia melodramática en los diálogos salpicada de esos momentos domésticos tan suyos, como esa escena de la tortilla de patatas que nos indignó especialmente, porque así no se cocina una tortilla de patatas so pena de lesa humanidad. Tampoco es que estemos deseando que Almodóvar regrese a la comedia (la última que ha rodado, “Los amantes pasajeros”, es una de las peores películas de la historia del cine español), pero sí que vire el rumbo, y nos lleve a otros lugares donde ocurra algo que no nos haya contado cien veces. No hemos perdido la esperanza pero estamos a un pelo, Pedrillo, manchegazo, que contigo no nos da en la botica para antiácidos.
Almería, 1972. Escritor desde chico, después de pasar un puñado de años dedicado a la prensa escrita, fundó junto a otros compañeros de la escena almeriense la compañía “Luna Roja Teatro”, labor en la que está actualmente inmerso. Apasionado del cine y sus sobrepujantes meandros televisivos, ocupa algunas de sus horas en comentar mediante la letra tanto los veteranos como los nuevos títulos que se incorporan a un catálogo universal e inabarcable.
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